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Presseecho vom 04.12.2005

Los lagos del carbón

von LOLA HUETE MACHADO

Cráteres gigantescos, pueblos mineros abandonados, paro y desesperanza… La región de Lausitz era la gran productora de carbón de Alemania del Este. Un proyecto intenta convertirla en lugar de recreo. Donde antes había minas al aire libre, ahora crecen lagos.

En Lausitz sólo quedan en uso tres de las 18 minas de carbón al aire libre que funcionaron en esta región de Alemania Oriental hasta 1989, hasta el mismo año en que el régimen comunista se derrumbaba ya exhausto. Y descubrir desde la carretera, durante la noche y por casualidad, una de ellas, la de Jenschwalde, en plena actividad permite apreciar de un vistazo la dimensión apocalíptica –al estilo industrial-caótico-futurista de la película Mad Max– que debía de poseer este lugar cuando máquinas gigantescas como las que se vislumbran a lo lejos no paraban de morder un territorio que, situado a 140 kilómetros al sureste de Berlín, se extiende a través de dos Estados, Sajonia y Brandeburgo, y ocupa una superficie de casi 10.000 kilómetros cuadrados. Dicen que gran parte de este lugar se va a convertir ahora en idílico paisaje lacustre.

Quizá. De momento, contemplar la instalación minera hasta donde los ojos y los oídos permiten (imposible acercarse mucho) ayuda a entender el maltrato brutal al que ha sido sometida esta tierra. Más de 150 años de explotación en pos del preciado combustible –un 75% de la energía de la extinta República Democrática Alemana (RDA) se obtenía de aquí– han dejado como herencia un desolado paisaje lunar. Hay cráteres y cráteres aquí y allá, y centenares de edificios industriales abandonados –viviendas, fábricas, almacenes o centrales–, y otros tantos pueblos y asentamientos mineros ya sin mineros, sin carbón y sin minas en las que trabajar, cuando generaciones enteras sólo aprendieron a dedicarse a la extracción del mineral o a cualquier otra de las tareas asociadas a su producción y manufactura. Un total de 75.531 personas eran empleados de las minas en Lausitz en 1989; hoy suman 3.743 (de una población total de poco más del millón de habitantes y con casi un 30% de paro en algunos lugares).

El paisaje, natural, arquitectónico y humano, sin embargo, se apreciará mejor a la luz del día. Porque ahora, todavía entre las sombras, en Jenschwalde –como sucede en Welzow o en Cottbus-Nord, las otras dos instalaciones mineras aún en activo–, lo que se ve y se oye son los destellos agresivos de luces rojas, anaranjadas o amarillas y un fragor constante, metálico, insoportable; algo poderoso que golpea y horada, motores que rugen y rugen, las cintas que transportan; el polvo que se acerca y desprende un olor característico… A este lugar lo denominan “triángulo sulfúrico”, un espacio comprendido entre Dresde (Alemania), Praga (Chequia) y Cracovia (Polonia) situado sobre ricos filones de lignito, un carbón pobre, de alto contenido en azufre, que produce mucha ceniza.

Famoso era el aire de por aquí (en realidad, de toda la RDA) por su densidad, por su oscuridad, por esa pátina pardusca que dejaba en los edificios y en las personas. El historiador norteamericano John R. MacNeill, en su Historia medioambiental del mundo en el siglo XX, define a la RDA como uno de los países más contaminados de aquel siglo, y da una explicación simbólica a su explotada naturaleza: “Las chimeneas industriales que despedían nubes de humo tenían entre los marxistas un aura totémica: la industria pesada prometía al mismo tiempo poder para el Estado y proletarización de la sociedad”.

La vida por y para el carbón se terminó aquí hace tres lustros. Y no sólo en esta zona. Según un informe de la Comisión Europea de 1992, la Alemania reunificada producía 72 millones de toneladas de carbón; en 2001 eran apenas 29 millones, y decreciendo. Igual que en toda Europa.

Con la luz del día se comprueba que ya en el aire de Lausitz no parece haber ceniza, aunque al atravesar sus pueblos, más allá de Cottbus –Drebkau, Welzow, Sedlitz, Senftenberg, Grossräschen, Lichterfeld…–, a través de las estrechas y confusas carreteras, lo predominante aún sea el color gris añejo. Sabido es que hay ciudades del este de Alemania que tienen en marcha actuaciones prioritarias para cambiar el color cansado de las fachadas de los edificios, y con ello todo lo que psicológicamente representa. En Lausitz es todavía el gris el tono de los campos, y se diría también que el del ambiente –no parece suceder nada, son contados los paseantes por las calles o los parques, apenas circulan coches, se aprecia la falta de infraestructuras…– y el del rostro de los lugareños, gente (algunos de ellos sorbios, minoría étnica de la que quedan unas 6.000 personas, muchos residentes en esta zona) que perdió toda referencia cuando cayó el muro en Berlín, cuando les cambió la vida y cambió el mundo.

Es triste también el estado de abandono de muchas de las construcciones, de las casas o de esos garajes en hilera tan característicos de aquí. En ellos se guardaban antaño con mimo los coches, esos Trabant que costaba años y años conseguir, y ahora se usan como cobijo: allí donde reunirse con los amigos, donde quedar a cenar y a beber sin ser visto. En uno de estos minigarajes, alguien limpia un pequeño velero. ¿Un barco en Lausitz? Podría ser por la cercanía del río Spree y de sus bosques, que son reserva de la biosfera, o por la del Neisse, en la frontera polaca, apenas a 30 kilómetros. Pero también podría ser el primer signo de la mutación que pronto, si todo va bien, vivirá la región. Lausitz ha iniciado ya una nueva etapa en su historia, con más color y más agua, con más cuidado por sí y por su riqueza natural.

Y después del carbón, ¿qué? Ésta fue la pregunta fundamental. Y la respuesta más interesante, la más esperanzada, llegó en 2000 de la mano de lo que llaman IBA Fürst-Pückler-Land. El nombre se ha tomado de un excéntrico y optimista príncipe del lugar, literato y trotamundos, que vivió siempre al límite y pasó a la historia como un renombrado paisajista. Dos de sus creaciones en Bad Muskau y Branitz son consideradas obras maestras de la arquitectura de paisajes.

Las iniciales IBA corresponden a Internationale Bauaustellung (Exhibición Internacional de la Construcción), una iniciativa que se celebró en Alemania por primera vez a principios del siglo XX, al calor del movimiento de la Bauhaus. La primera IBA tuvo lugar en 1927, en Stuttgart, con las famosas viviendas en urbanización Weissenhofsiedlung, que sigue siendo lugar de peregrinación para arquitectos de toda edad (allí se lucieron desde Le Corbusier hasta Mies van der Rohe); la segunda se celebró en 1951, en Hannover; en 1957 y 1987, la sede fue Berlín. La última IBA duró una década, la de los noventa. Se denominó Emscher Park, y tuvo como escenario por vez primera una región: la cuenca fuertemente industrializada del Ruhr, que necesitaba cambiar su rostro tras un tremendo proceso de desindustrialización. Se reformaron así paisajes y edificios. Quizá el más popular sea el complejo minero de Zollverein, en Essen, hoy patrimonio de la humanidad.

La filosofía de la IBA se basa en la puesta en marcha de un programa de futuro para una zona sometida a un cambio radical. Y Lausitz cumplía a la perfección los requisitos, tal como cuenta Michael Feiler, encargado de proyectos de IBA-SEE (see, de lago y de mirar, en inglés), la empresa organizadora, en la que trabajan 30 personas entusiastas. Bajo la frase “Un nuevo paisaje para Lausitz” se abrió la IBA en 2000. Durará hasta 2010. Una década para completar cada uno de los 24 proyectos que como piezas de un puzzle intentan convertir esta tierra vapuleada en la zona lacustre artificial más extensa de Europa.

“Los proyectos se ordenan en nueve campos: uno central, siete llamados islas del paisaje y una isla europea”, indica un informe publicado en abril de 2005 por la organización en el que se hace balance del estado de las cosas justo en su ecuador. “Las islas son zonas de actuación con características y problemas diferenciados. Por ejemplo, la isla Cultura industrial se desarrolla alrededor de Lauchhammer, donde se localizan importantes edificaciones y máquinas industriales, tipo el F60 o la central térmica de Plessa”.

Cada isla se basa en una idea y pretende alcanzar un objetivo; se busca financiación y modo de llevarla a la práctica. “La IBA no realiza ningún proyecto en sí, sino que los apoya; sirve de catalizador, motor, buscador de ideas; es defensor de la herencia industrial, siempre con visión de futuro”. Lo que saldrá de todo esto tendrá al final forma de nuevos alojamientos turísticos –cabañas acristaladas y flotantes (una de ellas ya está terminada en Poley realizada por la empresa Wilde), hoteles, escuelas de buceo…–, de calles reconstruidas o renovadas (como la Frankfurter, en Guben, que fue destruida durante la guerra, o la Seestrasse, en Grossräschen, que fue sacrificada para la explotación de la mina de Meuro), de conservación de complejos pegados a las minas donde se alojaba antaño a miles de trabajadores (el Marga Garden forma parte de la idiosincrasia de la región), de centrales y maquinarias salvadas de la demolición (la central de Plessa, la F60, pasarelas de perforadoras, embarcaderos…), de edificios restaurados para usos distintos a los que tuvieron (como el castillo Slawenburg, en Raddusch, del siglo IX), del renacimiento de pueblos en su día abandonados (como Pritzen, donde se ha instalado un importante centro de arte) e incluso de puentes en la frontera polaca, etcétera.

Todo ello bien hilvanado por la actuación principal, la más espectacular y atractiva con vistas al tirón de visitantes: convertir los huecos de las extracciones mineras en lagos. Limpiar los socavones, llenarlos de agua, controlar su calidad y su peligrosidad (no hay que olvidar el alto contenido en azufre del suelo), asentar y adecentar sus orillas, convertirlo en un espacio para el recreo… “Aunque debo decir que el primer lago, el de Senftenberg, se pensó y realizó ya antes de la caída del muro”, explicaba en el año 2004 Karsten-Olaf Müller, oriundo de Lausitz y director de las llamadas terrazas del IBA, el centro de información y de exposiciones permanente, mientras señalaba el hueco que en 2006 empezará a ser el lago Ilse y entonces era aún sólo un inmenso socavón polvoriento de 70 metros de profundidad. La cuenca del Ilse se puede recorrer a pie en excursiones llamadas Desfiladeros, desierto y gigantes de acero, que están resultando muy solicitadas. Unos 200.000 visitantes pasaron por la IBA en 2004.

La mano del hombre va a transformar un paisaje herido en lugar idílico de ocio; de agua, barcos y veraneantes; de supervivencia. “El turismo es una buena perspectiva para la zona”, seguía Müller teniendo en mente seguramente la alta tasa de viajes interiores que suelen realizar los 82 millones de alemanes. Arrastrar hasta aquí el tirón de Spreewald; llenar casas, cámpings, hoteles, escuelas de deportes acuáticos… Ése es el objetivo. Un total de 21 lagos brotarán –algunos, como Gräbendorf, ya lo han hecho– casi milagrosamente hasta ocupar una extensión de 17.000 hectáreas. ¿Cómo? Lo explica detenidamente Michael Feiler desde Grossräschen, en un complejo de edificios antaño al servicio de la administración minera y comunista: uno servía como hogar del minero jubilado; otro, el de la juventud, todavía luce la hoz y el martillo.

Primero habla Feiler de lo económico: “La IBA se financia con dinero público –del Estado central, de los dos länder y de los distritos–, y permite luego la cooperación de socios internacionales –empresas privadas, la UE…– en proyectos a los que unos y otros se van sumando. Nuestra tarea es ir poniendo en marcha iniciativas que luego se puedan mantener a través de financiación privada”. A mitad de camino, lo realizado ya ha supuesto un movimiento de tres millones de euros.

Luego lo social: “Algunos pueblos de la zona se encuentran en situación desesperada tras la reunificación, han perdido hasta la mitad de sus habitantes. Y eso no es lo peor, lo peor es la falta de ilusión, y ahí es donde más debemos hacer. Es lo más duro. Resulta muy difícil cambiar la mentalidad; hacer que se entusiasmen por los proyectos, que tomen iniciativas. La mayoría son mineros, no tienen mentalidad turística. Fundamental es que puedan seguir solos después de la IBA, después de 2010, sin nuestro apoyo. Que se hagan cargo de todo lo iniciado. Ése será el momento clave. Nosotros les vamos poniendo farolillos por el camino para que vean que viene gente, que su tierra interesa; para que crean en todo esto”.

Algunos sí lo hacen, algunos creen en cualquier tipo de proyecto de futuro. Por ejemplo, Carina Donath, medio siglo de vida a sus espaldas trabajando sin descanso –“las mujeres siempre teníamos trabajo en tiempos de la RDA”, recuerda–, con dos hijos que se han marchado a estudiar al oeste del país, como gran parte de los jóvenes de Lausitz: “Y no sé si algún día querrán regresar; por eso, todo lo que se desarrolle, para mí será bienvenido”.

Carina cobra 1.000 euros por enseñar durante ocho horas la F60 a los turistas. Así dicho no impresiona. Salvo si se aclara que la F60 es un mastodóntico puente de transporte del carbón, una estructura metálica mayor que la Torre Eiffel que uno se encuentra tumbada de repente en medio del camino sobre el agujero de lo que será el lago Bergheide. Así sucede todo por aquí: giras en un cruce y allí aparece la central eléctrica Sonne; en otro, y allí está otra llamada Schwarze Pumpe; tomas un desvío y topas con los maravillosos silos de la Biotürme, una instalación que servía para depurar el agua de una fábrica química cercana, y un poco más allá se encuentran las novísimas instalaciones del Eurospeedway Lausitz. “Sinceramente, ¿me creería usted si le dijera que encontraría en un antiguo centro de carbón el circuito de fórmula 1 más moderno de Europa? No. Yo tampoco. Y menos un lago, un verdadero lago donde bañarse. Y existe ya hace mucho, tan limpio. Y ahora tenemos ambas cosas, el lago y el circuito…”, escribe Erika Jantzen en un libro titulado 150 años de vida rica en trabajo en Lausitz, editado por la IBA, con numerosos testimonios de habitantes de la región.

Donath trabaja en uno de los proyectos en marcha que mejor funcionan de la IBA: 70.000 visitantes tuvo la F60 en 2004. “El otro que va bien”, dice Feiler, “es el castillo de Raddusch, una hermosa construcción circular que es hoy museo histórico”. Y del complicado proceso de ingeniería que detalla Feiler se extrae una conclusión. Que lo más sorprendente del lugar no son ya los cráteres dejados por el carbón. Lo más sorprendente es que todo Lausitz está repleto de tuberías que, como nervios, los conectan con el Spree y el Neisse. Y que cuando los huecos están ya limpios y listos para acoger el agua, ésta se bombea desde los ríos. Y la gente acude embobada ante el inmenso agujero que hace nada era una mina, que fue toda su vida, para ver llegar emocionada los primeros litros de esperanza.

Quelle: El Paìs (ESP)

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